Ana María Careaga, licenciada en Psicología de la UBA con Diploma de Honor, docente e investigadora y con una extensa trayectoria en el ámbito de los Derechos Humanos; se refirió a las denuncias de veteranos de guerra, relacionadas con torturas sufridas durante la guerra de Malvinas.
Por Ana María Careaga* – La impunidad es peor que el delito porque lo perpetúa, decía un querido abogado amigo comprometido con la lucha histórica por los Derechos Humanos, en referencia al incesante reclamo emprendido por los organismos y otros actores sociales en búsqueda de justicia.
La Dictadura instalada el 24 de marzo de 1976, como corolario de una larga alternancia entre democracias formales y golpes de Estado, pasó a la historia como la más oscura y penosa noche que vivió nuestro país.
Las secuelas en el plano político, económico, social y cultural devastaron a la sociedad argentina, hirieron de muerte a miles de hogares y dejaron efectos irreparables.
Un dispositivo concentracionario se diseñó subterráneamente a lo largo y a lo ancho del país como soporte material de un Estado terrorista que se devoraba a sus mejores hijos e hijas. Así, se desapareció a gran parte de una generación comprometida con la realidad de su tiempo y se instiló el terror como modo de dominación.
En ese marco, el goce oscuro de los dueños del poder no tuvo límite y en medio de ese submundo de desaparición, tortura y muerte, la Dictadura apeló al caro sentimiento de soberanía de nuestro pueblo y en un acto irresponsable e insensato invadió las Islas Malvinas, territorio ocupado por el imperio británico desde 1833.
Pero el justo y soberano reclamo, lejos de ser una expresión cabal de defensa de la Patria, fue una artera y vil estrategia de los dictadores para mantener la usurpación del gobierno y ganarse la simpatía y el apoyo de la gente.
¿Cuál fue el mayor e irreparable costo de semejante aventura demagógica y mortífera? La vida de miles de soldados que pusieron cuerpo y alma en la defensa de esa tierra que se volvió tan hostil como sus propios uniformados superiores. Sí, vestidos para matar, y entrenados para hacerlo en los campos de concentración, frente a personas maniatadas, indefensas y con los ojos vendados, los mismos oficiales que se jactaban en las mazmorras de la dictadura de ser los dueños de la vida y de la muerte, usaron como carne de cañón a sus subordinados y aplicaron en ellos las mismas prácticas represivas despiadadas que antes habían usado contra otras y otros hijos del pueblo.
La sostenida demanda del movimiento de derechos humanos por Memoria, Verdad y Justicia se fue colando en todas y cada una de las violaciones a esos derechos y la exigencia de que sean juzgados y condenados los delitos cometidos en nuestras islas por los represores de la dictadura había visto finalmente la luz luego de un largo recorrido inclaudicable que bregó por eso.
Pero también, en esos obstáculos a los que la injusticia nos tiene acostumbrados, sobrevino la impunidad, esa que, si no es peor que el delito, por lo irreparable de la dimensión traumática del horror, al menos se le parece en los efectos que ésta puede tener en la subjetividad de las víctimas y de la sociedad.
Después de todos los intentos previos, y a poco de iniciarse las indagatorias a 18 militares acusados de torturar a soldados conscriptos durante la guerra –a partir de las denuncias presentadas por el ex secretario de Derechos Humanos de Corrientes, Pablo Vassel-, la jueza a cargo de ese proceso decidió suspender las audiencias. El argumento esgrimido fue la falta de condiciones y recursos para llevarlas a cabo. Es decir, una decisión que desandaba el juzgamiento de violaciones de semejante envergadura -tormentos, vejaciones y malos tratos aberrantes de superiores a su tropa propia- era tomada basándose la jueza en cuestiones absolutamente menores frente a estos crímenes. Si se tiene la responsabilidad de juzgar delitos de esta naturaleza y magnitud, hay que exigir y crear las condiciones para ello, no suspender su concreción.
Mientras tanto, aquellos vulnerados en su cuerpo y su subjetividad, aquellos cuya palabra y testimonio tienen consecuencias tratándose de vivencias traumáticas, aquellos que esperaron durante años con el daño intacto la sanción de estos crímenes -que durante mucho tiempo fueron también invisibilizados-, tropiezan una vez más con que vuelven a ser ellos las víctimas. Doblemente, porque son ellos los principales perjudicados con la decisión de la jueza y porque la reactualización del horror, una y otra vez, se amplifica en relación a la impunidad.
Hay una dimensión irreparable de estos flagelos, porque no se puede volver a la situación previa a la comisión del delito, pero si hay un alcance de reparación posible, esto tiene que ver con la tan anhelada y postergada justicia. No sabemos si la impunidad es peor que el delito, pero, en todo caso, es inadmisible y, además, se le parece mucho.
* Ana María Careaga es psicoanalista. Licenciada en Psicología de la UBA con Diploma de Honor. Docente e investigadora, tiene una extensa trayectoria en el ámbito de los Derechos Humanos, realizando denuncias, presentaciones, charlas y conferencias en el país y en el exterior acerca de las consecuencias del Terrorismo de Estado en Argentina.
Fue secretaria de Derechos Humanos de la Unión de Trabajadores de Prensa de Buenos Aires (UTPBA) y directora del Instituto Espacio para la Memoria donde dirigió también la revista Espacios para la Memoria, por la Verdad y la Justicia.
En relación con su propia experiencia personal y profesional brindó su testimonio y fue testigo de concepto en varios procesos orales y públicos que juzgan delitos de lesa humanidad en la Argentina. Tiene numerosas publicaciones sobre la temática y trabaja en la investigación y en la clínica con víctimas de estos delitos.