Columna de opinión por Fabio Seleme
Como otros tantos millones de chicos de distintas generaciones, en la deriva ociosa de divertimientos azarosos, con mis amigos de infancia y adolescencia hacíamos eso de jugar a la pelota relatando al mismo tiempo la jugada. Un goce lúdico doble, con el fútbol y la palabra.
Con ovaciones intermitentes de fondo, en el relato grandilocuente y glorioso, que exageraba siempre la maniobra realizada frente al rival, sustituíamos indefectiblemente nuestro nombre por el de Maradona. En esa superposición aspiracional aprendimos en carne propia que Diego era todo eso que se puede conjurar en el altar de los domingos: un héroe extraordinario, un relato maravilloso y la pasión de una multitud.
Hasta ahí sería el caso de una idolatría más, como suele suceder con muchos deportistas, cantantes de rock o estrellas de cine. Sería eso, si el ídolo en cuestión no fuera en espejo un niño demiúrgico jugando toda su vida también con la pelota y la palabra, enredándonos como multitud en la confusión pasional de un relato fantásticamente heroico. Ídolo empecinado en superponerse y reflejar la felicidad ajena de los idólatras con sus logros y caídas, con su rebeldía y revanchas, con sus jugadas y los fragmentos de su discurso certero.
Pelota y palabra fueron apoteósicamente anudadas por Maradona, un 22 de junio de 1986, cuando consiguió dos increíbles goles con la excentricidad de que ambos llegaran a tener nombre: “La Mano de Dios” y el “Gol del siglo”. Esos dos goles, con los que Residente definiría luego al ser latinoamericano, fueron convertidos en el mítico partido contra los ingleses del mundial de México y ambos excesos nominales devinieron de la originalidad que convirtió a las jugadas en “actos” epifánicos de su autor, que se volvió una leyenda más allá de lo deportivo y mucho más allá de nuestro país.
La genialidad del primer gol no provino tanto de la circunstancia futbolística, en la que Maradona con la mano cerca de la cabeza anticipa al arquero inglés con un disimulado puñetazo que manda la pelota a la red, sino de su declaración posterior. Porque una vez terminado el partido y repetida hasta el hartazgo por televisión la equívoca jugada, los periodistas interrogaron a Maradona buscando una confesión que purgara la ilegitimidad. Pero Maradona en vez de recubrir aquella “mano” con la aceptación del engaño y la culpa para restaurar el orden simbólico vulnerado, declara que el gol fue hecho con “la Mano de Dios”. No es que Maradona mintiera o dijera la verdad, sino que produjo un exceso de significado. La esquiva frase de Maradona nebuliza la idea de que por un momento su mano se volvió una parte enajenada de su cuerpo y fuera de su control consciente para convertirse en instrumento divino. Un objeto parcial, un órgano autónomo investido para el goce, como si se tratara de un suplemento no castrado. La aclaración de la “Mano de Dios” y su milagro, en el que Benedetti vio la única prueba fiable de la existencia del supremo, rompen con la lógica causal y resisten a inscribirse en el todo discursivo de la ley. El gol aquel queda instituido, entonces, como un acto puro de libertad absoluta que eclipsa el juego, lo interrumpe y lo disuelve. Como cualquier otro artista, Maradona, con su “Mano de Dios”, alcanza a suspender la fantasía política (en este caso del espectáculo del fútbol) y nos permite asomarnos al perturbador centro de lo real.
Sucede que Maradona mismo era esa resistencia a la totalidad y ese escándalo inorgánico. Y para ratificarlo, unos minutos después de aquel gol que afligía y aflige todavía a la insoportable vara moralista, el mismo héroe realizó otro equivalente, el “Gol del siglo”, el mejor de la historia. Réplica de la misma pulsión inhumana, el “Gol del siglo” es la expresión dinámica de idéntico plus de goce a través de un plus creativo. Forma pura sin contenido racional identificable. Gol monstruoso que realiza, como puede apreciarse en cada repetición televisiva, un cuerpo poseído por una energía que fluye rechazando cualquier tipo de domesticación imaginable. Aún la de los órganos.
De este modo, si el primer gol se explica por parecer realizado por un órgano sin cuerpo que destruye la ilusión del juego, el segundo se revela como efectuado por el flujo de un fantasmagórico cuerpo sin órganos que también ridiculiza el juego por su sobrerrealización.
Exultación emancipatoria anorgánica donde Kusturika encontró a todos sus personajes, la fascinación por Maradona en gran medida proviene de ese fluir metamorfósico por los estadios y las cámaras de televisión, de lo deportivo a lo político, de niño intimidado por un micrófono a joven verborrágico y hombre tartamudeante, de los rulos a la franja teñida, de Fiorito a Dubai, de levantar la Copa del Mundo al tobillo inflamado, de las piernas más rápidas a las piernas cortadas, el insulto gesticulado, del barro de la Bombonera al tapado de piel, del Pibe de Oro al Barrilete Cósmico, pasando por la gorra de Fidel, los hijos infinitos, el delirio napolitano, los botines desatados, el canto de la Marcha Peronista, lo atlético, espigado, obeso, de nuevo espigado, de nuevo obeso, los habanos, lo odiado, el llanto con bronca, lo ebrio, lo infantil, el grito de guerra en la cancha, lo filoso, la risa carismática y el tatuaje del Che, lo sacrificado, lo fraternal, lo débil, lo mercantil, lo justiciero, lo lúcido, lo genial, lo grosero, lo elegante y todo lo coherentemente contradictorio a lo que finalmente le hizo honor un funeral con cumbia, avalancha y gases lacrimógenos.
Imposible, entonces, no buscarse, encontrarse, llorar y perderse en ese nombre que nos relató y con el que nos relatamos y seguiremos relatándonos la fantasía de lo que somos y deseamos ser.