El estudio de los asteroides desde Tierra del Fuego

“La posibilidad de que un asteroide se acerque a la Tierra es real” afirma Diego Janches, físico argentino que trabaja en la NASA y estudia el flujo de meteoros en una de las capas de la atmósfera donde les sigue las huellas a los a estos meteoros, granitos de arena que llegan continuamente, se evaporan por la fricción y alteran la composición química de esa capa gaseosa. “En Tierra del Fuego tenemos un instrumento que registra esa evaporación –cuenta Janches–. Forman un ‘tren de ionización’ en la atmósfera (un fenómeno por el que se generan iones; es decir, átomos o moléculas cargadas eléctricamente debido al exceso o deficiencia de electrones) y a partir de esos datos, podemos medir distintos parámetros, como vientos atmosféricos o su órbita original. Los que nosotros estudiamos son chiquitos, pero muy frecuentes: entran entre 10.000 y 20.000 por día en una zona del tamaño de la isla”. “La UNLP tiene desde hace mucho en Tierra del Fuego una estación llamada Estación Astronómica Río Grande donde originalmente había un astrolabio (antiguo instrumento astronómico que permite determinar la posición y altura de las estrellas sobre el cielo) para medir el eje de rotación de la Tierra –cuenta Janches–. Con el tiempo, eso se fue abandonando y empezaron otras líneas de trabajo. Con el ‘radar de meteoros’, podemos desarrollar dos líneas de trabajo completamente diferentes: una astronómica y la otra atmosférica”.

Río Grande.- Diego Janches jugaba con la idea de ser médico, como su papá, hasta que, al promediar la adolescencia, cuando tenía 15 años, vio por televisión Cosmos, de Carl Sagan. “Soy de la generación que se enamoró del espacio mirando esa serie –confiesa–. Me compré el libro y lo leí varias veces. Me fascinó de tal manera que empecé a pensar en ser astrónomo. ¡Hasta le escribí una carta a Sagan!”. No solo eso: el célebre astrónomo norteamericano le contestó. Contrariamente a lo que podría pensarse, le recomendó  no estudiar astronomía, sino empezar por matemática o física. De modo que cuando terminó la secundaria (en el ILSE, cerquita de Tribunales), se inscribió en la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA.

Hoy, aquel jovencito tiene más de 100 publicaciones en revistas científicas, en 2020 obtuvo la “Medalla a la Excelencia Científica de la NASA” y bautizaron un asteroide con su nombre (el 24411).

Janches nació en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, creció en Sarmiento y Uriburu (frente a la Hebraica), antes de mudarse a Uriburu entre Juncal y French. Por estos días disfruta del reencuentro familiar (son cuatro hermanos, una de los cuales es su melliza): está en la Argentina hasta el 2 de diciembre como becario científico de la Embajada de los Estados Unidos para explorar posibilidades de cooperación con la CONAE.

La carrera en la Ciudad Universitaria no fue un lecho de rosas. En algunas materias le iba mejor que en otras y en algún momento hasta llegó a pensar que dedicarse a la actividad espacial sería solamente un sueño. Pero descubrió que la Argentina estaba trabajando en su primer satélite, el SAC-B.

“Acababa de crearse la Comisión Nacional de Actividades Espaciales –recuerda–. Era el comienzo de los noventa y empecé a trabajar en ese proyecto para hacer mi tesis de licenciatura. Justo uno de los instrumentos, para medir el fondo cósmico de Rayos X, era de la Penn State University. Cuando estaba por recibirme, ese grupo buscaba un estudiante argentino como para poder extender la colaboración y me fui allá a hacer el doctorado”.

Una cosa llevó a la otra, hizo una maestría en astronomía, otro doctorado en ingeniería eléctrica, otro en los Estados Unidos, trabajó durante un tiempo en Kiruna, Suecia, y también en el Observatorio de Arecibo en Puerto Rico… Hasta que un día surgió la oportunidad de un puesto en la NASA, la agencia espacial que había inspirado sus fantasías juveniles. Se presentó y desde 2010 trabaja en la División Heliofísica del Centro Goddard de climatología espacial. Además, es becario visitante de la Universidad de Kyoto, en Japón, e Investigador Senior en NorthWest Research Associates, en Boulder, Colorado.

“Lo curioso fue que después de unos años encontré un borrador de la carta que le escribí a Sagan donde le decía que mi sueño era trabajar en la NASA –recuerda–. Y en el departamento donde trabajo hay dos personas que me habían proporcionado datos para mi tesis de licenciatura, a los que agradecía en ese trabajo, y resultó que muchos años más tarde me di cuenta de que almorzaba con ellos todos los días”.

El tema de investigación de Janches es la capa de la atmósfera que se encuentra entre los 80 y los 110 kilómetros de altura, en la frontera con el espacio. Es la zona peor entendida, a tal punto que entre los científicos se la apodó “ignorósfera”. Es allí donde les sigue las huellas a los “meteoros”, granitos de arena que llegan continuamente, se evaporan por la fricción y alteran la composición química de esa capa gaseosa.

“Desarrollo dos líneas de trabajo –explica–: por un lado, los uso para analizar la dinámica de la composición de la ‘mesósfera, y por otro, estudio de dónde vienen, cómo se forman, los riesgos potenciales que presentan para los satélites…”

La población de meteoros está integrada por remanentes de la formación del Sistema Solar de gran disparidad de tamaños: desde partículas diminutas invisibles al ojo humano, hasta objetos de gran volumen, como el que ocasionó la desaparición de los dinosaurios. Cuantos más chiquitos, más frecuentes.

“Algunos se desprenden de las colas de cometas, es polvo que libera el núcleo que al principio queda flotando en la misma órbita y después se va dispersando –detalla–. Eso forma las célebres lluvias de meteoros (llamadas también de ‘estrellas fugaces’), como las Leónidas  (que son fragmentos del cometa 55p/Tempel-Tuttle, descubierto 1865, y que justamente se divisan por estos días a la madrugada). Cuanto más antiguos son, más se dispersan y es más difícil saber dónde se originaron”.

Estos meteoros se pueden estudiar con un radar que los detecta al ingresar, justo cuando se evaporan. “En Tierra del Fuego tenemos un instrumento que registra esa evaporación –cuenta Janches–. Forman un ‘tren de ionización’ en la atmósfera (un fenómeno por el que se generan iones; es decir, átomos o moléculas cargadas eléctricamente debido al exceso o deficiencia de electrones) y a partir de esos datos, podemos medir distintos parámetros, como vientos atmosféricos o su órbita original. Los que nosotros estudiamos son chiquitos, pero muy frecuentes: entran entre 10.000 y 20.000 por día en una zona del tamaño de la isla”.

El interés de observarlos desde Tierra del Fuego, donde Janches trabaja desde hace 14 años con investigadores de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP), radica en que en la latitud a la que se encuentran el extremo sur de la Argentina y la Península Antártica no hay continentes alrededor del planeta, sólo océanos. Se generan vientos superficiales muy fuertes que cobran velocidad y cuando se encuentran con esas masas continentales chocan contra las montañas y producen ondas que transmiten energías a las capas más altas de la atmósfera. “La zona del Pasaje de Drake es una de las más dinámicas del globo y allí se producen efectos que alteran la circulación global de la atmósfera en las capas más altas y pueden modificar la densidad de la ionósfera (donde suceden las ‘auroras’, esas cautivantes bandas de luz de diferentes colores que se observan cerca de los polos y son causadas por partículas de alta energía del Sol).

“La UNLP tiene desde hace mucho en Tierra del Fuego una estación llamada Estación Astronómica Río Grande donde originalmente había un astrolabio (antiguo instrumento astronómico que permite determinar la posición y altura de las estrellas sobre el cielo) para medir el eje de rotación de la Tierra –cuenta Janches–. Con el tiempo, eso se fue abandonando y empezaron otras líneas de trabajo. Con el ‘radar de meteoros’, podemos desarrollar dos líneas de trabajo completamente diferentes:  una astronómica y la otra atmosférica”.

A la NASA le interesa estudiar estas partículas porque son tan energéticas que pueden producir daños a satélites, a la Estación Espacial y a los astronautas. Hasta la última joya astronómica que pusieron en órbita, el Telescopio James Webb, sufrió varios impactos en el espejo, aunque por suerte ninguno crítico. “Estas partículas pueden tener velocidades de entre 11 y 70 kilómetros por segundo –subraya el científico–. Once kilómetros por segundo es la ‘velocidad de escape’ de la Tierra; es decir, la mínima que puede tener una partícula que no está en órbita terrestre, y 70 km/s, la velocidad mínima de una órbita que esté ligada al sistema solar. Si supera eso ya es de carácter interestelar”.

A propósito de la misión DART, que no hace mucho impactó contra un asteroide para desviarlo apenas unos centímetros con la intención de ensayar una posible defensa para el caso de que un objeto de importantes proporciones tuviera rumbo de colisión contra la Tierra, Janches aclara que “sin querer meter miedo”, la posibilidad existe.

“La película Armageddon anticipa que va a pasar de nuevo (que se acerque un meteorito del tamaño del que aniquiló a los dinosaurios)… y ¡va a pasar de nuevo! –afirma–. Los sistemas de detección abarcan una pequeña porción del cielo. La discusión es si conviene romperlo en mil pedacitos que entren de a poco a la atmósfera o tratar de desviarlo. El problema radica en que romper una roca así no es fácil. Por ahí, hay que esperar que esté mucho más cerca o viajar a ponerle un explosivo. De hecho, la misión DART lo único que logró fue desviarlo un poquito, apenas unos centímetros, y el asteroide contra el que chocó, Didymos, mide solamente 160 metros de diámetro (el bólido que cayó sobre Cheliábinsk medía 20 metros y produjo un desastre). Lo que uno ve con los asteroides, que colisionan todo el tiempo entre ellos a velocidades muy grandes, es que se parten un poquito, pero siguen su curso. La razón por la cual la DART se lanzó contra ese blanco es porque se trata de un objeto que puede acercarse a la Tierra una vez cada aproximadamente 100 o 200 años. Es algo que puede pasar dentro de nuestra vida y suficientemente chico como para que se pueda intentar algo. Me imagino que contra una roca de kilómetros no es mucho lo que podríamos hacer”.

Casado con una artista dedicada al vitraux, Janches reconoce que le hubiera gustado ser astronauta. “Es lo máximo en materia de exploración –comenta–.  Aunque no hay edad límite para ofrecerse para el puesto, ya no lo veo muy factible”. Y concluye: “Yo en la secundaria no tenía una facilidad especial para las materias científicas. Ni física ni matemáticas estaban entre mis preferidas, lo que me fascinó siempre fue el espacio, la idea de explorar. Mirando hacia atrás, mi pasión surgió de la poesía con que Sagan presentaba el universo, de la historia de las ideas que revolucionaron el conocimiento, cómo entretejía la ciencia con la cultura… Fue algo mucho más artístico que académico.  Por eso, busqué líneas de trabajo que tuvieran un costado aventurero, nunca quise hacer trabajos teóricos o de laboratorio que me exigieran estar encerrado en el subsuelo de algún edificio. Quise hacer cosas que me llevaran al campo. Así me fui metiendo en proyectos que tienen que ver con las ciencias atmosféricas, donde se hacen mediciones en distintos lugares del mundo. Eso de alguna manera me permitió ir creando esa exploración personal de distintas geografías y culturas”.

Fuente: El Destape.

 

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