Esas locas y reiteradas ganas de devaluar

Por Federico G. Rayes (*)

Con frecuencia en la historia económica mundial, y en particular en la bitácora argentina de los últimos 100 años; especialistas y periodistas llaman la atención del público general alertando sobre una situación de apreciación coyuntural del tipo de cambio; y sobre la inminente necesidad de corregir esta posición mediante una depreciación forzada de la moneda nacional, es decir una devaluación administrada.

La apreciación -sostienen-, genera que la moneda doméstica se fortalezca frente a las demás monedas del mundo, en particular con relación al dólar estadounidense y al real brasileño; con consecuencias malas para la economía nacional, dado que condiciona a la producción argentina, que se vuelve más cara para el resto del mundo. Es decir, una apreciación del peso es sinónimo de menor competitividad de la economía doméstica; de este modo las exportaciones caen. Para empeorar el panorama; ocurre que, en paralelo, un peso fuerte conlleva a un aumento de las importaciones, dado que se abaratan relativamente los productos y servicios del resto del mundo, situación por la cual, el balance de pagos se descompone de manera rápida y alarmante. La única alternativa, insisten; es procurar la devaluación del peso argentino; con el fin de corregir estos desaguisados coyunturales y devolverle la competitividad en precio a la industria de productos y servicios transables de la economía argentina. En definitiva, la hipótesis que surge de fondo es que la devaluación resulta entonces un mecanismo efectivo para mejorar la competitividad de las exportaciones de un país, y por ende es una política expansiva que conlleva resultados beneficiosos. Otra hipótesis que subyace, tal vez menos evidente, es que se requiere siempre sostener un tipo de cambio lo ‘suficientemente competitivo’, en el sentido de que posibilite mantener un balance de pagos superavitario con exportaciones mayores a las importaciones.

Lo antes expuesto requiere necesariamente la aclaración de las siguientes cuestiones para terminar de dar contexto al caso. Primero, la alteración del tipo de cambio entre monedas no es otra cosa que la afectación de los precios relativos entre los productos y servicios domésticos y del resto del mundo; sin que necesariamente haya ocurrido variación alguna en las cantidades reales producidas. Segundo, la posibilidad de hacer efectiva una modificación de la tasa de cambio entre monedas, requiere necesariamente que un gobierno o autoridad ejerza deliberadamente el control del tipo de cambio de manera directa (tipo de cambio administrado), o a través de la aplicación de impuestos, aranceles o gravámenes como impacto indirecto sobre los precios relativos. Tercero, lo mencionado implica atribuirles a los gobernantes, mediante el manejo de la política cambiaria, la capacidad de poder expandir la producción nacional a través del fin exportador; y de lograr así mejorar el bienestar de la economía doméstica. Finalmente, es relevante no perder de vista que los que importan y exportan no son los países, sino las empresas o individuos que en ellos residen; y que lo hacen en un contexto administrado por los gobernantes.

Visto lo planteado, hay una cuestión fundamental que en general se olvida mencionar, y es que, al fortalecerse la moneda local, y en la medida en que las empresas residentes tengan parte de sus costos de producción vinculados a bienes y servicios importados; esta apreciación vuelve a las empresas más competitivas en sus costos. La productividad ganada por las firmas se transformará -en parte- en mayor rentabilidad y también en menores precios de mercado de los productos y servicios que ofrecen; situación que les posibilitaría compensar total o parcialmente la caída de la demanda por aumento del precio relativo en los mercados internacionales; pero que además les posibilitaría mejorar parcialmente el margen de ventas locales. ¿Cómo es esto? Si la moneda local se fortalece, también lo hace el poder adquisitivo relativo de sus habitantes; y si las empresas tienen costos importados y trasfieren su mejora de productividad en parte a menores precios; los residentes que tengan ingresos en moneda local se verán favorecidos por el aumento de su poder adquisitivo. Más aun, si las empresas tienen mayor rentabilidad; podrán canalizar parte de ésta para destinarla a mayores inversiones productivas que demanden más fuentes de empleo; así como también, familias con mayor poder adquisitivo podrán destinar el mismo a demandar más bienes y servicios producidos por empresas residentes.

Un aumento de la productividad es sinónimo de producir lo mismo con empleo de menores recursos, o de producir más utilizando la misma cantidad de recursos inicialmente dispuesta. En ambos casos, la mayor rentabilidad atrae capitales al país para financiar mayores inversiones, y continuar mejorando la productividad; lo cual impulsará mayor producción y demanda de empleo. El resultado del ciclo es mayor productividad, más producción, inversión, empleo y salarios reales.

En todo el mencionado circuito virtuoso es muy relevante un Estado sin déficit. El rojo público financiado con capitales externos implicará mayores impuestos futuros o una crisis de deuda con el forzamiento de una devaluación futura. Cualquiera sea el caso el resultado será un mayor costo de producción para las empresas, reduciendo su productividad, producción, rentabilidad, demanda de empleo y los ingresos reales de la población. Un déficit financiado por mayor oferta monetaria conllevará inflación; destruyendo todas las señales de precios de la economía e instaurando distorsiones insalvables. En ese sentido es importante destacar que las señales del mercado se auto regulan cuando los precios funcionan libremente, esto implica también un mercado de cambios libre, donde la tasa de cambio fluctúe y se posicione dinámicamente para armonizar los flujos del balance de pagos.

A modo de conclusión, hay que resaltar que cualquier alteración del tipo de cambio; en particular las mal llamadas ‘devaluaciones competitivas’ tendrán solo un efecto expansivo en el corto plazo; cuando en el mediano plazo sólo implicará distorsiones en las señales de precios internos que comprometerán una producción ineficiente por mal asignación de los recursos productivos. Un aumento de los ingresos reales; en definitiva, un incremento de la riqueza sólo puede provenir de un aumento de productividad genuino; que tendrá lugar cuando ocurra una disminución de los costos de producción relativos al de otras industrias similares. Lograr dichas ventajas competitivas es un problema de eficiencia productiva, y no un problema de tipo de cambio entre monedas.

Así las cosas, mientras en Argentina prevalezcan las vulnerabilidades estructurales, el ‘fear of floating’ (miedo a dejar flotar el tipo de cambio) estará latente. Más aún, si pretendemos ganar productividad, crecer y acumular capital, debemos tender paulatinamente hacia una economía con la menor distorsión en sus señales de precios; ello implica mantener los esfuerzos para continuar con un Estado superavitario; bajar impuestos y desarmar la madeja de regulaciones cambiarias.

 

(*) El autor es economista, profesor de Macroeconomía II en la UNTDF y Director de la consultora Ecotono.

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