Se puede pensar la teoría económica desde un escritorio, modelizar con la matemática, e incluso discutir desde los fundamentos de la filosofía. Todo ello resulta estéril si la disciplina no conoce a la praxis política que le da vida. Porque la economía es un instrumento, un medio. Está en función del hombre y debe servir al hombre, que tiene necesidades, de menor y mayor orden, que debe satisfacer.
Los intelectuales y sabios han sido prolíficos augurando ideales de bienestar, éxito y por qué no decirlo, de felicidad colectiva. Surge entonces un espacio claro para el desencuentro de ideas, el debate, la discusión y posiblemente la polarización: qué entendemos y percibimos como bienestar individual y colectivo; un relato y un sentir que seguramente (o no) podrá encontrar respuestas muy diversas en una acrópolis del siglo de oro griego, una campiña de la Vendée previa la revolución francesa, o en la Ámsterdam del S. XXI.
Asimismo, el espacio para la disputa se engrandece cuando encuentra a los eruditos analizando la realidad social y cómo la aplicación total o parcial de una idea de ordenamiento individual o colectivo de las personas; impactó en mayor o menor medida, o incluso en el sentido contrario; para alcanzar ese mentado y deseado bienestar y progreso social, sobre el cual posiblemente no estemos todos en un acuerdo pleno; en cuanto a su figuración material y espiritual.
Es preciso, además, no confundir la discusión principal con aquella que versa sobre la metodología y la técnica, que son sin dudas trascendentales al momento de abordar un problema. Pero sumergirnos en este fetichismo puede hacernos perder de vista lo importante: la técnica tiene una visión útil pero secundaria, y debe estar iluminada por objetivos superiores.
En ese orden de ideas, las discusiones sobre política económica se repiten como en un bucle temporal desde hace cientos de años; claro está con distintos contextos, interpretaciones y énfasis; y por supuesto con nuevo herramental técnico. Viejos y nuevos autores pasan, pero no describen nuevos temas, sino los mismos de siempre, con reversionados contornos.
‘La economía se halla asediada por mayor número de sofismas que cualquier otra disciplina cultivada por el hombre, verdades elementales son ignoradas’; expresaba Henry Hazlitt en 1946, habiendo pasado ya mucha agua bajo el puente de la historia económica. Una frase que sin dudas condensa las enormes disputas y polarizaciones en el ámbito de la economía política donde algunos traen verdades y otros aparentemente, ven engaños.
Sin ir tan lejos en el tiempo (sic.) el pensamiento económico de la antigua Grecia enfrentó las prácticas del libre comercio, la cooperación social y el respeto ante la ley ejercidas y defendidas por los ciudadanos de la Atenas clásica, con un modelo militarista, y de recursos subordinados a la órbita del Estado de la ciudad de Esparta; las disputas alcanzaban incluso posiciones sobre la propiedad privada y la libertad individual. A través de los escritos de los antiguos pensadores y poetas griegos podemos revivir registros de disputas del rol del Estado y del individuo en la economía, así como posiciones encontradas en modelos sustentados en la propiedad privada y el libre comercio; enfrentados a los de propiedad comunal y economías planificadas. Discusiones polarizadas que llegan hasta los días de Diaz-Canel en Cuba y Kim Jong-un en Corea del Norte.
Donde ocurrieron y ocurren debates acalorados es en torno al análisis de la variación de precios, la inflación y sus efectos. En Argentina parece que, desde siempre, en la coyuntura mundial ahora vuelve; pero las discusiones más fuertes se dieron en los años 1960s, 70s y 80s cuando Friedman sentenció que la inflación es ‘siempre y en todo momento un fenómeno monetario’. Volviendo en el tiempo, por el año 1500 la Escuela Escolástica dio cuenta del fenómeno de aumento de precios en Europa tras la llegada de metales preciosos desde América. A principios de 1700 Cantillon presentó las bases de un análisis del efecto de precios relativos. En la otra vereda tenemos a la denominada visión no monetarista de la inflación, representada en América Latina por la corriente estructuralista que se jacta por despreciar las conclusiones de la teoría cuantitativa del dinero. Para saber de qué estamos hablando no hace más falta que recordar las posturas multicausales de Kicillof o del moderado Guzmán, frente a los discursos radicales de Cavallo y Milei; por nombrar a cuatro economistas que se han desempeñado tanto en la academia como en la función pública en el país. Y es que en función de cómo se concibe el origen de la inflación se desprende cómo se la combate, y eso implica lógicamente el desarrollo de las políticas públicas, que bien distintas han sido; incluso entre los cuatro nombrados.
Justamente con el advenimiento de las nuevas monarquías y la conquista de América apareció y se desarrolló el pensamiento mercantilista reconocido por sus políticas con énfasis proteccionista, entendiendo al comercio como un juego de suma cero; y sosteniendo que la acumulación de oro es el único mecanismo hacia la prosperidad. Surgieron entonces por oposición los fisiócratas, rescatando las ideas del laissez faire, la libertad de empresa y el libre comercio. En 1776 Adam Smith publicó La Riqueza de la Naciones, el resto es historia, pero los desencuentros de la política económica siguen hasta hoy. Dos hitos curiosos, pero no tanto: En 2001 la República Popular de China (re) ingresó a la Organización Mundial del Comercio; inaugurando un S. XXI con aumento de su presencia en el comercio mundial. En 2017 Trump llegó a la Casa Blanca con un discurso fuertemente proteccionista de la industria estadounidense reeditando el lema ‘America First’.
A continuación, posiblemente la discusión de política más trascendente de la historia económica; y por este motivo se mantiene hoy en plena vigencia. Su importancia radica en dos motivos fundamentales: 1) porque recoge y amplifica diversos debates de la historia económica, los ya mencionados y otros; 2) porque tiene grandes lecciones de política económica, y posicionarse de un lado o del otro implicó e implica, modos diferentes de entender y hacer la política pública. La referencia es, sin lugar a duda, a la disputa entre el keynesianismo y el liberalismo, encabezada primeramente por los enfrentamientos entre J.M. Keynes y F. Hayek. La política pública de expansión de la demanda a través del gasto público signó el destino de la salida de la crisis de Wall Street de 1930 y la reconstrucción de Europa en la 2° posguerra. Así fue la responsable del Estado de Bienestar que triunfó en los EE.UU y aliados hasta los años 60s, como también de los procesos de estanflación de los 70s. Sólo el monetarismo de la Escuela de Chicago le dio el brazo a torcer por entonces, parcialmente. Esta polarización está más viva que nunca en el S. XXI en posturas más moderadas o extremistas; de ambos lados de la trinchera.
En torno al resurgimiento de las finanzas descentralizadas, se reinicia la discusión sobre la naturaleza del dinero, y se encuentran las posiciones antagónicas entre la banca centralizada propia de las economías actuales, y la banca libre descentralizada y competitiva, sostenida históricamente por la escuela austríaca; rememorando la banca escocesa de mediados del 1700. Claramente el hito destacado es la postrimería de la crisis mundial del 2008 con el lanzamiento del Bitcoin. De ahí en adelante todos conocemos el impacto global del surgimiento de las criptomonedas y de -en muchos casos- las libertades de transacción mundial que han aportado; encontrando regularmente la oposición de las Naciones y agencias reguladoras de mercados de capitales. La discusión profunda requiere aun correr el velo de todo lo relacionado al componente novedoso tecnológico de la cuestión y enfrentar de lleno a las bancas centrales que buscan editar sus propias monedas digitales con objeto de no perder el poder del señoreaje.
No menos interesante, aparece una nueva versión del debate de las causas del progreso tecnológico y su impacto sobre el rol del trabajo. Es importante aquí recordar al ludismo, un movimiento encabezado por artesanos ingleses del sector textil en el S. XIX que se revelaron y comenzaron a destruir las nuevas máquinas de hilar de aquel entonces; visto que les reemplazaban en su labor. Fenómenos similares ocurrieron a lo largo de la historia de la humanidad, el resultado siempre fue el mismo: mayor productividad y el surgimiento de nuevos trabajos para satisfacer las insaciables necesidades materiales de los humanos. Recientemente y en varias oportunidades el magnate E. Musk advirtió erróneamente que la nueva revolución de la robótica y la IA dejarían a gran parte de la humanidad sin empleo; reeditando una vez más odio a la máquina de los luditas. ¿Acaso un actor político podría hoy enfrentarse a la revolución de la IA insinuando que ésta podría oponerse a la generación de empleo?
El real debate de la política se encuentra ayer y hoy en torno a la libertades individuales y colectivas de las personas; y como éstas responden o no, a las necesidades materiales y espirituales que las personas tenemos. Aún las posiciones más antagónicas antes mencionadas encuentran un punto en común: responden a un orden esencial para replicar a un hombre material. Todo pasa a segundo plano cuando se discute al hombre y sus necesidades superiores, las espirituales; aquellas enterradas por el mundo moderno. Es entonces desde esta perspectiva donde se aprecia la verdadera contienda política en el mundo, la disputa por el poder; es la pelea por imponer alguna de las tres cosmovisiones: la cristiana católica, la judía y la islámica.
Ahora sí podemos empezar a comprender el verdadero trasfondo de las polarizaciones y radicalizaciones del S. XXI.
El artículo es una adaptación de la ponencia efectuada por el autor en el evento Beers&Politics “Polarización y radicalización: la formación de extremos políticos en el S. XXI”. Ushuaia, 8 de agosto 2024.
(*) El licenciado Federico G. Rayes es economista y titular de la consultora Ecotono.