Ricardo Schiariti se sintió desde la infancia distinto a otros chicos de su edad y dueño de una percepción especial, algo que lo llevó a encumbrarse como el vidente más exitoso del país, pero que no le alcanzó para adivinar su propio futuro: cuando estaba en lo más alto de su fama, su castillo de naipes se derrumbó abruptamente y terminó en la cárcel. Vivió en Río Grande y participó de la guerra de Malvinas con el BIM 5.
Río Grande.- El diario La Nación publicó una nota sobre Ricardo Schiariti, quien nació el 3 de agosto de 1957 en Lomas del Mirador, en el conurbano bonaerense. Fue el segundo de los tres hijos que tuvieron Antonio y Carolina, dos trabajadores que habían conformado una típica familia de clase media baja.
De chico, la mamá lo llevaba a hacer natación a un club, porque no crecía. Hasta que fue a un médico que le dijo que si no tomaba cierta medicación se iba a quedar enano para toda la vida. «Tomé la medicación y hoy soy el más alto de toda la familia», cuenta el propio Schiariti, en diálogo telefónico con La Nación, desde Pinamar, donde vive actualmente.
Como siempre le gustó ser independiente, a los once años ya trabajaba de parapalos en un bowling. A los 14 años consiguió un empleo como cadete en una clínica en San Justo y descubrió que le gustaba mucho la sanidad. Por eso estudió enfermería y se recibió de enfermero de la Cruz Roja Internacional.
Como en esa época en Buenos Aires había poco trabajo de enfermero, decidió irse a Río Turbio. Allí, según relata, palpó de primera mano lo que puede lograr la mente y el poder de la sugestión: «Un día estaba atendiendo a heridos por un accidente en la mina de carbón y me quedé sin morfina. Como los heridos me pedían por favor que hiciera algo para calmarles el dolor, empecé a darles placebos y a hablarles. Tanto los que tenían morfina como los que no, se tranquilizaron».
En 1979 se volvió a Buenos Aires, porque se desató el conflicto con Chile por el canal de Beagle y la madre no quería que él estuviera en medio de eso, ya que, además, donde él estaba trabajaban muchos chilenos. No aguantó mucho así y se fue al Sur de nuevo: a Río Grande, Tierra del Fuego. «Llegué en ómnibus a Río Gallegos, trabajé de mozo una noche y con eso, más una vaquita que hicieron los mozos del lugar, me pagué un pasaje de LADE hasta Río Grande. Empecé a trabajar en el hospital local, hasta que me contrató el Grupo Pérez Companc. Ahí, lo económico empezó a mejorar», dice.
En 1982, se desató la Guerra de Malvinas y a él lo captó el Batallón N° 5. En un momento le dijeron que iba volar a Río Gallegos, pero en realidad lo llevaron a Puerto Argentino. «Nunca vi una bala, solo me dieron un casco con la cruz roja. Ahí armé un banco de sangre viviente. Estuve solo 72 horas en las islas. Pero me enojé mucho con la empresa y con los militares, porque me habían engañado, así que dejé todo y volví a Buenos Aires», comenta.
Su espíritu inquieto hizo que, nuevamente, durara poco en la Capital Federal: enseguida se mudó a Neuquén, donde fue muy bien recibido por el gobernador local, Felipe Sapag. Al poco tiempo, fue enviado por el propio Sapag al hospital de la ciudad rionegrina de Cinco Saltos, sin sueldo, solo con cama y comida. «Ahí, la gente empezó a seguirme porque decía que yo curaba con las manos y con la mirada. A la noche, afuera del hospital había siete cuadras de cola para verme a mí, con todo tipo de problemas: desde enfermedades hasta penas de amor y conflictos familiares», destaca.
Como no quería mezclar las cosas con su trabajo en el hospital, empezó a atender gratis en un almacén que le prestó un amigo. Según dice, lo único que él quería era que las personas se fueran felices y contentas. «Me había transformado en el curandero del pueblo, pero yo no curaba a nadie, siempre lo dije, yo ayudaba a que la gente se ayudara», repite Schiariti.
Ante la insistencia de la clientela, que quería pagarle con algo, puso una caja vacía en la entrada del almacén. Empezó a ganar mucho dinero y, según confiesa hoy, se asustó mucho con lo que le estaba pasando y huyó a Bahía Blanca. Allí, un amigo le pidió que ayudara a la gente en su propia casa y volvió a atraer a miles de personas. «Hice mucho dinero, me compré una casa y autos de alta gama. El boca a boca hizo el resto: me convertí en el «sanador de ojos celestes»».
Para su desgracia, conoció a una persona que lo traicionó y lo estafó, haciéndole perder la pequeña fortuna acumulada. En la pobreza total, volvió a empezar de cero en Coronel Suárez, donde conoce al humorista José Luis Gioia. Un día, éste lo llamó por teléfono desde Buenos Aires: «Alberto Olmedo te quiere conocer. Venite para la Capital», le dijo.
Schiariti tomó sus cosas y viajó a Buenos Aires, donde atendió a Olmedo y se ganó su confianza (a punto tal que se quedó a vivir en su casa, en Av. Del Libertador y Fray Justo Santa María de Oro, en Palermo). «El Negro me puso un consultorio en Córdoba y Talcahuano, y me dijo que empezara a cobrar 500 dólares. Venía todo el mundo, desde artistas famosos hasta políticos. Empecé a cobrar 1000 dólares para bajar la cantidad de gente, pero la cosa era al revés: más gente venía», rememora.
Así, rodeado de lujos, gente de la farándula y noches de fiesta, vivió tres meses con Olmedo. Según confiesa Schiariti, unos días antes de la muerte del cómico, él le dijo que si seguía así se iba a morir. «El Negro me miró fijo, por primera vez desde que nos conocíamos me pegó una cachetada y me dijo: «Pibe, yo ya estoy muerto hace rato»».
Luego de la muerte de Olmedo, Schiariti tuvo como paciente a Marta Reguera, que en ese momento era directora de Canal 9. La mujer le prometió que lo incluiría en la telenovela Vendedoras de Lafayette y así fue cómo se convirtió en actor y dueño del papel coprotagónico durante dos años. «Yo quería ser actor cuando era chico, pero me después me dí cuenta de que era mejor mentalista», afirma.
Pero su carrera de éxitos apenas estaba por comenzar. En 1994, Ovidio García y Luis Beldi le presentaron a Eduardo Eurnekian, dueño de Canal América 2. Tal como él mismo lo cuenta, solo le bastó con decir tres palabras para que el hombre lo contratara y le dijera: «Arrancás el lunes, a la medianoche».
Lo que vino a partir de ahí fue una explosión de fama, dinero y éxito. Su programa, «La hora extraña», llegó a alcanzar los 12 puntos de rating a las 12 de la noche y a convocar a las mayores figuras del país. Llenaba todos los teatros de la Argentina y se movía con avión privado, porque tenía hasta tres shows por noche. Tenía presentaciones en todo el mundo, escribía libros y hacía predicciones de todo tipo. Estaba tocando el cielo con las manos. Pero… siempre hay un «pincelazo» que lo arruina todo.
En 2000 estaba haciendo temporada de radio en Pinamar, cuando de pronto llegó la policía y se lo llevó a la cárcel. Una mujer, con la que había tenido una relación unos años antes, lo acusaba, entre otras cosas, de asalto con arma en poblado y banda, secuestro en grado de tentativa con uso de violencia y amenazas coactivas (22 hechos en total).
Al día siguiente, lo llevaron a la alcaldía de Tribunales, en Buenos Aires, y el juez Mariano Bergés lo envió a la cárcel de Ezeiza: estuvo preso 9 meses y siete días. Cuando llegó el momento del juicio, la propia acusadora dijo que toda había sido una mentira de ella. Schiariti quedó en libertad, pero la condena social fue terrible: ya nadie quería contratarlo, le cancelaron shows y contratos, su carrera se fue a pique y pasó a ser noticia solo por el incidente penal.