Primera parte (*)
El Nobel y sus circunstancias
Hombre de superficialidad poco común para un sofista de su talla. Sofisticado multiprocesador de solapas, capaz de guisar con ellas platos de una exquisitez que, hasta él, solo eran conocidos en otras lenguas pero no en español, no debe haber habido en toda Hispanoamérica un escritor que haya hecho tanto merecimiento para ganar el Nobel. Casi que el premio podría explicarse por el absurdo: es el que no ganó Borges.
Perder no es para cualquiera
Y sucede que allí, en el hecho de no ganarlo, hay algo que lo ennoblece, aunque es discutible si con justicia. Porque ese mismo olimpo de perdedores cuenta con ejemplares de la talla de Miguel de Unamuno, Joyce o el propio Chesterton. Si hay una derrota que, contrariamente a los juegos intelectuales de Borges, ennoblece al derrotado, no es el de las espadas (cuyas consecuencias suelen ser terribles para los perdedores) sino la que propone el supremo y nórdico tribunal autoconvocado de literatura.
En su caso, los vencidos suelen ser verdaderamente para tener en cuenta. Salvo en la Argentina, en que han abundado candidatos que, por más honorable que sea no ganar el Nobel, el tamiz del tiempo los va dejando empanados en la nada misma. Sábato, por ejemplo, ese himno viviente a la alegría, tan rápidamente galardonado con la justicia del olvido. O Cortázar, cuyos estudiosos pueden hasta acceder a un medio de vida, dedicándose a enseñar el juego de la rayuela en cátedras destinadas al efecto. Y es lógico. Así como hay personas que apuestan por abrir kioskos, o presentarse a un casting de una cuadra para atender el mostrador de una pizzería, o les da por arrimar un hueso a la olla laburando de mucamas o peones de taxi, otros –más de los que uno imagina– ponen las antenas en encontrar recodos del Estado donde acobijarse de las inclemencias de la vida. Entre ellos, título habilitante de por medio, suelen inscribirse quienes se dedican a desentrañar a Cortázar (u otros letristas destinados a la irrelevancia póstuma), en cátedras universitarias o centros destinados a la investigación de la nada, donde dormir solo es costoso para los contribuyentes.
El tribunal de brolis
De haber sido contemporáneo de Cervantes o Quevedo, o Dante, o Juana Inés de la Cruz, jamás un dispenser de cocardas literarias le hubiese asignado el galardón a ninguno de ellos. Pero como “Errare humanum est”, con Borges se equivocaron y tampoco se lo dieron. Una injusticia.
El Alamo
“Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído”. Cultor del cuento breve y, como tal, visionario precursor de memes, Borges es mucho más importante (tal lo señalado por él mismo) por los libros que le han sido dados leer que por los que ha escrito. Estamos, a qué dudarlo, frente a un cultor de la modestia.
Un humilde que, a pesar de proclamar que en la derrota hay una dignidad que la victoria no conoce, le canta a la invasión de los Estados Unidos a México. Guerra de conquista que, como es sabido, solo tenía un resultado posible, que es el que tuvo y que terminó con el arrebato de más de la mitad del territorio mexicano a manos de sus invasores. Y su arrinconamiento y desventura hasta el día de hoy (“tan lejos de Dios, y tan cerca de Estados Unidos”).
Pero, para él, es decir para Borges el humilde, a Leónidas lo habían reclutado del otro lado.
“nombres que el incesante laberinto
de los días no arrastra: San Jacinto
y esas otras Termópilas, el Álamo”.
Se conoce que su temprana muerte, a los ochenta y seis años, le restó tiempo para dedicarle alguna línea a los niños mártires de Chapultepec. Adolescentes que, como es convenientemente ignorado por las historias municipales hispanoamericanas (tan celosas de cumplir con el relato que se les manda), le opusieron el pecho a los valientes y cultos yankees que cercenaban su patria.
Voraz como el mar
Nuestro Borges. Notable Borges, escritor grandioso que incurrió en todos los órdenes superficiales del saber, abarcando el universo y sus preconceptos. Tan lejos del conocimiento de límites municipales. Y tan sin poner un paso fuera del municipio. Tan nuestro, tan buen explicador de quiénes somos, qué nos pasa y por qué nos pasa. Hombre que no dejó de enredarse en sus múltiples laberintos de espejos y economía de palabras, cosas de las que fue cultor y por las que no olvidó de felicitarse a sí mismo. Aunque siempre resguardándose de la arrogancia:
“El mar de Trafalgar. El que Inglaterra
cantó a lo largo de su larga historia,
el arduo mar que ensangrentó de gloria
en el diario ejercicio de la guerra”.
Amor con amor se paga
“Los peligros y la pasión del mar circundante fueron trabajando a Inglaterra para su destino imperial. Ese múltiple origen es reflejo en el idioma inglés … que ha dado a la memoria y a la imaginación de los hombres la más diversa, prodigiosa y sensible de las literaturas”.
No vamos, en pocas líneas, a ponernos a desgranar las sandeces de quien navegó por todos los mares sin necesidad de salir del estrecho marco de una biblioteca, poniendo por delante la sensibilidad más que un rumbo a alguna parte. Lleno está el mundo de personas que se encierran entre emociones para zafar de la realidad. Pocos lo logran hacer con el arte y disimulo de nuestro gran escritor.
Borges no admiró a Inglaterra, como bien podría haberlo hecho cualquier persona normal que encontrara cuestiones dignas de admiración pero que, en el análisis racional de las cosas, también detectara cosas ocultas bajo la alfombra. La racionalidad conduce siempre a los claroscuros, nunca a la pureza. Por eso mismo es que no es de extrañar que se atreviera a dar otro paso, reconociendo que lo suyo era amor: “Quienes queremos a Inglaterra lo hacemos con amor personal, como si se tratara de un ser humano”. Para ser justos, debemos reconocer que, al menos en la Argentina, no ha quedado en soledad frente a ese amor. Solo que él ha tenido la dignidad de confesarlo. Los propagandistas del discurso de Su Majestad, en general no son tan propensos a las explícitas declaraciones amatorias. Les basta con repetir el relato que se les manda. Que incluso trae hoja de ruta con la toponimia correcta.
Sedimentario
Lo que hay en el trasfondo de Borges no es sino romanticismo en estado puro, tal vez proveniente de su idealismo calvinista, sedimentado por la escasa corriente de vida con que animó sus propios pasos. Un remanso de material idealista en suspensión, decantando en el fondo hasta no permitir navegar realidad de ningún calado. Salvo que pagara peaje a su pasión anglosajona.
Su burla del racionalismo tomista (y por lo tanto, aristotélico), es clave para entender tanto su antihispanismo como su proverbial selectividad para la memoria. Cosas, ambas dos, revestidas de enmascaramientos eficaces. E indiscutible talento.
Culto al coraje
Don Quijote y Sancho no necesitaron salir de los límites de la península ibérica, para echarse a andar sobre una obra universal. Pero Cervantes fue un hacedor, alguien de vida vivida. Borges, en cambio, fue al velódromo del universo pedaleando en biblioteca, sin vocación por ver aquello que tuviera delante, salvo que figurara en la Enciclopedia Británica. Sin dudas que le dedicó pensamientos y escritos al mar. Pero si de pilotos se trata, solo habrá conocido los que acaso nunca olvidó de agarrar al salir de casa, por las dudas que lloviera.
Si tras el Gobernador Sancho se sugiere sentido común; o su muletilla de ser “cristiano viejo” termina desnudando una crítica mordaz, los orilleros de Borges solo matan y mueren en poemas ingeniosos pero faltos de realidades vinculadas al coraje. Hoy no pasarían de punteros políticos o sindicales, gente que en general traiciona sin correr mayores riesgos. Con amparos de fueros, resguardos policiales y hasta parapetos periodísticos. O la protección de coraceros cuya fuerza es el número y la superioridad manifiesta frente al disidente.
El Gordo Valor o Los Monos son más interesantes que el Títere o Jacinto Chiclana. Y sin duda mucho más propensos a jugarse el cuero que esos rateros de cuarta que, armados de puñales para clavar por la espalda, o a lo sumo batirse a duelo ventajeando, Borges elevó, con su pluma, a la categoría de hidalgos de arrabal. Langosta humana que, con sus cuchillazos a traición, prestaron servicios a una clase ociosa que se dedicó, afanosa y exitosamente, a hacer de la Argentina una vulgar proveedora de materias primas a granel, con destino a quienes, en Londres o Liverpool, gustaran trabajarlas. Y devolverlas manufacturadas. A otro precio, por supuesto.
Maestro inmortal
Si Cervantes ridiculizó a la clase noble y parasitaria de su época, Borges se ocupó de garantizarle, a los homicidas al servicio de la aristocracia con olor a bosta, un lugar en el canon literario hispanoamericano. Y casi que otro lugar en la verosimilitud histórica, ejemplo de que la literatura puede terminar por hacerse realidad cuando articula con el talento, el logro estético, y la necesaria ignorancia de quien es propenso a creer en lo que lee. Hoy, cosa esta última que ciertamente ha perdido relevancia frente al poder de la tele, el Ministerio de Educación y la parafernalia de redes sociales, mucho más efectivos todos ellos que los libros, en el modelado de hombres y mujeres destinados a no poder conciliar con los rigores de la vida. Pero como los pocos que leen suelen acceder a títulos, y los títulos habilitan para la opinión calificada, la lectura sigue siendo peligroso medio de difusión de analfabetismo. Analfabetismo ilustrado, pero analfabetismo al fin.
Intermedio a la aventura
Vamos a ponerle término a este preámbulo, extenso como todo preludio que antecede a aquello que no se sabe bien para qué decirlo, o qué decir, ni cómo. No vaya a pensarse, eso sí, que haya nada contra Borges. Al contrario. A juicio de quien suscribe, un MAESTRO, deliberadamente en mayúsculas. El más grande de los escritores argentinos, junto a Sarmiento y Arlt. Después de ellos … ¡quién sabe! Nené Cascallar, tal vez.
O algunos asesores legislativos, quizás. Gente que hace docencia en la redacción de considerandos para leyes a cumplir por los tontos, pero realmente de lectura atractiva. Escritores anónimos, ellos, como los arquitectos de las catedrales de la Edad Media. Autores y autoras de escritos y escritas que, en mil años, serán de lectura obligatoria para los cultores del horror y el mal gusto, que es el mejor de los gustos; pero que prefieren, en su infinita modestia, dejar sus nombres en la nebulosa de los documentos oficiales.
Para el próximo eslabón, ahora que recordamos para qué habíamos empezado a escribir la presente nota y antes de perdernos nuevamente en la niebla del palabrerío, anunciamos nuestro firme propósito de dedicarnos a la carabela La Pinta, cuya historia roza la de Tierra del Fuego. Cosas de gaitas, en una tierra que es de mares y lo viene siendo desde hace algún tiempo. Aunque nos empecinemos en seguir siendo gente de tierra adentro, necesitada de que el resto del país le arme un corredor para irse en auto al continente. Nada de pensar, en grande, en un puerto para Río Grande. Un corredor, cuestión de hacer de cuenta que no vivimos en una isla. Lo importante es no estresarnos al salir de vacaciones. Hay puntas de ovillos que conducen a sospechar motivos profundos, acaso imperceptibles, en nuestra visión parcializada de las exploraciones y los contextos que dieron nombre y lugar, en el mundo, a la Patagonia y sus océanos.
Pero no nos perdamos, y guardémonos para la carabela de Colón y su inesperada vinculación con Tierra del Fuego.
(*) Sergio Osiroff
Cap. de Ultramar
Universidad Tecnológica Nacional – Facultad Regional Tierra del Fuego – Ushuaia