Por Fabio Seleme
Es notable que festejemos el día de la ingeniería argentina el 6 de junio, en conmemoración del día en que egresó el primer ingeniero argentino en 1870, cuando al mismo tiempo celebramos el día del ingeniero argentino el 16 de junio, por la fecha en que se implementó por primera vez la carrera de ingeniería en nuestro país en 1865. Estos entrecruzamientos de hechos, celebraciones y significados tal vez sirvan de excusa para habilitarnos a ir un poco más allá en los desplazamientos, para pensar la ingeniería argentina antes de la Argentina y antes de la ingeniería. Esto es, retrogradando en el tiempo la idea de este conocimiento nacional.
Asumamos ficcionalmente para esta empresa de retrogradación de ideas el camino platónico que Phillip Dick plantea en Ubik y retrotraigámosnos, a través de la sucesión de sombras de las versiones de nuestros objetos técnicos, hasta uno de los primeros instrumentos que pudiéramos entender que concreta de manera originaria y precursora el concepto de ingeniería argentina: la boleadora, iatchicoi. Porque, en los albores paleolíticos, la emblemática y singular arma de caza tehuelche, estructura de manera temprana en una cultura situada en nuestra tierra, la idea de un útil con la implicación de un entorno como sentido, posibilidades y obstáculos superados para la satisfacción de necesidades. La boleadora prefigura un mundo y un ingenio propios, una trama de sentidos prexistentes que impregnan con su significado la hechura de nuestras cosas.
Porque si bien lo primero que sustenta el sentido de un objeto técnico es la función, nunca su sentido es una acción transitiva desde la mera utilidad sino un proceso de equivalencias estáticas de representaciones. Por lo que, como dice Barthes, en el objeto técnico siempre hay una lucha entre la actividad de su función y la inactividad de su significación.
Así, aún en una mirada rápida a algunos de los sintagmas de la boleadora, se pueden apreciar rastros claros de una mentalidad creativa y de un mundo al que el objeto pertenece y hoy conserva, y transporta, más allá de la utilidad definible por la simple finalidad de la caza.
En primer lugar, la boleadora trae consigo la inmensidad del espacio, ya que claramente el dispositivo está implicado en la distancia como ambiente y problema. Distancia entre el hombre y los animales rápidos y huidizos que aparecen y se escurren en la lejanía. Pero distancia en el campo abierto y raso de la estepa patagónica o la llanura pampeana. La boleadora está implicada y conexionada, en tanto objeto, en esas relaciones propias de la espacialidad de las mesetas y las planicies de vegetación baja, ya que es sólo allí donde el instrumento puede girar por el aire al ser arrojado sin que ningún obstáculo entorpezca su camino. Es decir, que la boleadora trae inmediatamente al pensamiento el “plano horizontal” y entonces la estructura existencial, a decir de Carlos Astrada, a partir de la cual el hombre argentino desplegará históricamente sus posibilidades, en tanto el “plano horizontal” es la realidad fáctica que el argentino debe trascender y superar.
La boleadora también trae nuestro mundo patagónico y de las llanuras en la simpleza de sus elementos constitutivos, ya que es un arma hecha con dos o tres piedras pulidas en forma esférica, unidas por tientos o guascas hechos con cueros o tendones de animales. El instrumento enlaza el suelo y el aire, lo vivo y lo inerte. Esto es, que la boleadora se construye con lo disponible y a la mano; y luego su funcionalidad consiste en ser lanzada girando y revolucionando en el vuelo de hélice con el objetivo de que se enrosque en las patas o el cogote del animal, inmovilizándolo, para poner a la mano lo que estaba a la vista, pero no a la mano. Y esta operatividad del instrumento tehuelche traslada consigo un profundo significado cultural, dado por el hecho de que al alcanzar el objetivo la boleadora aprieta, pero al mismo tiempo se autolimita, ya que el movimiento giratorio que describe al enroscarse neutraliza la propia fuerza de ahorque. Es decir, la boleadora, regalo de Elal, héroe cultural tehuelche, se comporta con la misericordia de una divinidad bondadosa, porque aprieta, pero no ahorca. Se trata de una herramienta de fuerza autoregulada y justa, inmortalizada en el cielo nocturno como potencia cósmica en el asterismo de las tres estrellas equidistantes y alineadas (Alnitak, Alnilam y Mintaka).
Y en este saber originario que emerge situado y concretamente articulado a su contexto, se hace patente en ciernes la definición misma de ingeniería, ya que esencialmente en la boleadora hay un instrumentar e ingeniar que se tiende en un construir a partir de lo disponible, de lo que se encuentra en el entorno al alcance de las posibilidades como recurso, para hacer posible lo que está a la vista, pero más allá de las posibilidades; es decir, presente, pero presente a la vista de una imaginación proyectada a la distancia. Porque la ingeniería no es otra cosa que el diseño sistémico que salva el hiato entre lo dado y lo deseado, poniendo una herramienta y sus procesos entre la mano y el objeto, siempre dentro de lo que un mundo concreto y determinado ofrece como oportunidad y límite; y a partir de lo que se determina un mundo otro, de nuevas posibilidades y libertades.