(Por Fabio Seleme).- ¿Y si las máquinas ya hubieran tomado el control? ¿Y si lo hubieran hecho desde hace mucho tiempo de un modo muy distinto al que podríamos imaginar?
Efectivamente, las máquinas pueden descifrarse como la extroversión en objetos de lo que previamente era exclusivamente una facultad humana. Producto de la ingeniería y sus conocimientos precursores, los dispositivos mecánicos son una materialización que busca desde siempre la liberación de las condiciones materiales de existencia. En esta perspectiva hay que comprender que, en primera instancia, los órganos del cuerpo humano se replicaron en herramientas y máquinas simples, los cuerpos y sus movimientos se concretizaron luego en artefactos y máquinas energéticas y finalmente la inteligencia se ha llegado a objetivar en procesadores y máquinas informáticas.
Máquinas, sistemas mecánicos y redes maquínicas estructuran históricamente los núcleos de los distintos modos de producción como fuerzas productivas multiplicadoras y transformadoras de la energía. Y como todo lo que hay por fuera de esos núcleos no son más que los subproductos de esas máquinas esenciales, en las instituciones ideológicas no hay más que réplicas mecánicas menos materiales y más sublimes.
Ya ha sido dicho antes de mejores formas: no hay más que máquinas. Nuestras fábricas, máquinas productivas. Nuestras instituciones: máquinas sociales cuyo engranaje esencial moldea las interacciones y dinámicas colectivas. Nuestra subjetividad: máquinas psíquicas orquestando identidades. Y precisamente en el centro del complejo mecanismo de producción de subjetividad, el amor emerge como un gran aparato discursivo, encargado de estructurar el yo en todas sus manifestaciones. Este dispositivo discursivo del amor se fabrica y se distribuye con toda su imaginería a través de las maquinaciones literarias y artísticas, replicando las formas artefactuales presentes en la infraestructura productiva.
Resultado secundario de las máquinas que organizan la vida social, generado por la citada mediación de las formas literarias y artísticas, el amor puede entenderse, en consecuencia, como una maquinación ligada y espejada con el núcleo estructural de esas máquinas que en cada época, en cada momento histórico, han sido el soporte central del modo de producción, en tanto fuerza productiva preponderante.
Un primer caso de análisis de esto que decimos, para comenzar en orden histórico, puede verse en la sociedad agrícola, donde las fuerzas productivas que organizan el modo de producción son herramientas y máquinas simples como poleas y palancas, que básicamente son dispositivos que funcionan a partir de la aplicación de una fuerza externa, por parte de un agente igualmente externo. Es decir, las palancas y las poleas son máquinas cuya energía no está en el dispositivo sino que está fuera de él, la energía se las aplica otro. Del mismo modo, como reflejo subjetivo de esas máquinas de producción material, puede verse el “amor concertado”. El amor concertado es, de forma análoga un amor pensado, decidido y ejecutado por un agente externo a los amantes, ya sea ese agente divino, familiar o social. Así, la historia de amor de Abraham y Sara que cuentan los libros sagrados, es una historia característica del amor de este tipo, porque la unión de Abraham y Sara no es decidida por ellos sino que es decidida y guiada por Dios. Pero además los fines y objetivos del matrimonio también son puestos por Dios y no por los cónyuges. Es Dios el que quiere que de ese matrimonio salga una gran descendencia que será su pueblo. Y, aun cuando este objetivo parece que no se puede cumplir, porque en principio Sara cree ser estéril, es la misma Sara la que le entrega a su esclava Agar a Abraham, para que pueda cumplir con el designio divino de generar una gran descendencia. Es decir, que no solamente el matrimonio en este caso está concertado por una fuerza externa divina, sino que la relación extramatrimonial también está decidida por un agente externo. No son Abraham y Agar los que deciden la relación extramarital, sino que es Sara la que lo decide.
La historia de amor de Abraham y Sara es así claramente un mecanismo de palanca donde la fuerza externa es Dios y el punto de apoyo, la fe. Y hasta surge una desviación, que es el riesgo de todo mecanismo simple de multiplicación de fuerza. La desviación ocurre a partir de la incredulidad, en principio de Sara, que hace que entregue a la esclava para esa relación extramarital.
Y si el correlato de las fuerzas productivas de la sociedad agrícola es el amor concertado, es claro que eso llega a su fin con la sociedad industrial, porque las fuerzas productivas de la sociedad industrial van a ser los motores a combustión, estas máquinas térmicas que generan en su interior su propia energía a partir de quemar un combustible y aprovechar la expansión, el cambio de volumen y temperatura de los gases producidos. Y por supuesto que estas máquinas, que generaron todas las transformaciones sociales y políticas a partir de la revolución industrial, desarrollaron un correlato de subjetividad absolutamente distinto en el campo amoroso. Ese cambio es el “amor romántico”, el amor donde la unión de los amantes la deciden los amantes en el interior y la dinámica propia de la relación y cuyo funcionamiento depende de la entrada en régimen de los dos que se aman. El prototipo de esto es la historia de Romeo y Julieta, quienes se aman ensimismados, en libertad combinada, confinados en contra del entorno y los obstáculos externos. Es decir, el amor de Romeo y Julieta es un amor cerrado y de dinámica autónoma, como lo es un motor a combustión. Romeo y Julieta queman también un combustible: el de la imposibilidad, que se transforma en el calor de la pasión, y aprovechan ese calor para dar fuerza a las rotaciones internas de la relación, que producen todo un abanico de trabajos de elevación y desplazamientos discursivos. Como toda máquina térmica, el riesgo también para el amor romántico es la entropía o el sabotaje, es decir, la rotura o la salida del régimen en el que la máquina térmica tiene que estar para que funcione correctamente. Si estas máquinas no pueden mantener la estabilidad de sus variables de entrada y salida, es decir, el ciclo de correcto funcionamiento, hay que esperar lo peor. Y eso es lo que pasa en el final de la historia de amor de Romeo y Julieta, la máquina amorosa sale de régimen por una serie de equívocos y decisiones desesperadas que rompen el mecanismo y termina estallando.
También podríamos hacer el mismo tipo de lectura en la sociedad postindustrial contemporánea en la que nos encontramos actualmente, donde la fuerza productiva y estructurante del modo de producción es la máquina informática, el procesador y las redes de comunicación. Estas máquinas son bien distintas a las máquinas térmicas y a las palancas y poleas. Porque en primer lugar, en estas máquinas la energía fluye a través de ellas en red, se trata de sistemas abiertos a otros sistemas similares o compatibles. Trabajan con una muy baja intensidad de energía lo cual las pone a resguardo de las roturas y el recalentamiento, pero las hace vulnerables al virus y al ruido, es decir, a la propagación de un código maligno de punto a punto. Así, las máquinas informáticas y las redes informáticas son sistemas de alta modulación y gran nivel de traducción porque eso permite la conexión entre distintas terminales. Si tuviéramos que pensar en una forma subjetiva, amorosa, análoga a esas máquinas y redes informáticas, tendríamos que pensar en la maquinaria del “poliamor”. Porque el poliamor también es un amor en red de baja intensidad sentimental, lo que permite justamente la multiplicidad de relaciones y los cambios en las relaciones sin riesgo de rotura. La apertura, por ejemplo, en la máquina térmica, en el amor romántico, sería imposible porque es un sistema cerrado y la apertura genera necesariamente una parada. En cambio, la maquinaria del poliamor es una maquinaria donde la rotura no es un riesgo justamente por la baja intensidad sentimental y por la amplia modulación que hay en las relaciones entre distintos agentes. Finalmente, si tuviéramos que pensar en una obra que concrete un poco esa estructura de red del poliamor, más que pensar en una obra literaria, hoy convendría pensar en una serie de Netflix como Sense 8 de las hermanas Wachowski, que plantea justamente el amor entre ocho personajes de distintas partes del mundo. Ellos no deciden amarse, ni alguien ajeno los mueve a amarse, sino que el amor parece subyacerles como una corriente, una sustancia inmanente entre ellos que hace que se empiecen a conectar a pesar de las distancias, a pesar de las diferencias, a pesar de los géneros, a pesar de las imposibilidades que los géneros acarrean. Y, entonces, hay toda una serie de conexiones entre ellos. La serie es metafóricamente una orgía de conexiones entre los ocho personajes, mezclando turismo, relaciones con un poco de suspenso por la amenaza de un grupo que busca alterar la conexión a través de la inoculación de un agente patógeno.
Y de este modo, en un escenario donde el advenimiento de la inteligencia artificial suscita aprehensiones respecto al posible control que las máquinas podrían ejercer sobre la esfera social, es preciso reconocer que desde tiempos inmemoriales y a lo largo de toda la historia, la narrativa amorosa y su intrincada ingeniería discursiva es la que nos produce como sujetos con identidades al servicio y a la medida de las maquinarias que en lo más hondo de nuestra realidad social sostienen nuestra vida material.